Análisis de Carles Ramió
Si analizamos las encuestas de opinión sobre la valoración que hacen los españoles de las administraciones públicas y del personal a su servicio podemos llegar a la conclusión de que los españoles son burófobos, tienen una visión muy negativa de las burocracias públicas. Pero esta mala percepción, anclada en tópicos del siglo XIX, contrasta con la percepción que tienen los españoles cuando se les solicita valorar servicios y empleados públicos con los que han mantenido relación directa al consumir servicios públicos. Aquí el cambio es radical, ya que se hacen unas valoraciones entusiastas sobre la buena calidad de los servicios públicos y de sus profesionales que nos configuran en una ciudadanía también burófila en relación con la Administración pública. Estamos pues ante una de estas apasionantes relaciones de amor y odio de incierto futuro.
Desde un punto de vista más racional, podemos llegar a la conclusión de que en España se prestan servicios públicos de calidad, hay empleados públicos bien preparados y motivados, pero, en cambio, falla la arquitectura organizativa y el modelo de gestión de personal, que son anticuados y dificultan una buena atención a los ciudadanos. Por esta razón, es una buena noticia que este miércoles pasado el ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, presentara ante el Congreso el anteproyecto de ley del Estatuto de la Función Pública. Es un tema importante y complicado, ya que se trata de la única ley básica que queda por desarrollar desde la aprobación de la Constitución y que hasta hora se apuntalaba de forma precaria con una ley de Medidas de 1984 ¡de carácter provisional!
En las administraciones públicas españolas se sienten fuertes vientos de cambio orientados hacia la modernización y la mejora. En este sentido, el Ministerio de Administraciones Públicas lleva una actividad frenética con una ley de Agencias, un libro blanco del gobierno local, la agencia de evaluación de la calidad, etcétera. Otras administraciones públicas siguen la misma línea, como la Generalitat de Catalunya con los recientes libro blanco de la función pública catalana y libro verde de la administración de justicia.
A NADIE DEJA INDIFERENTE el tema de los empleados públicos, ya que todos los ciudadanos solemos interaccionar al día con varios de ellos. Por esta razón, hay que pedir a los legisladores que tengan como referencia a los ciudadanos, que son los destinatarios reales de esta nueva ley, y sorteen las presiones derivadas de intereses de carácter corporativo y endogámico que suelen ser irrelevantes y muchas veces incompatibles en relación con la calidad de los servicios públicos y con la mejora en la atención a los ciudadanos. Hay cuatro problemas significativos que este estatuto del empleo público debería resolver.
Primero, reforzar los principios de igualdad, capacidad y mérito en el acceso a la condición de empleado público. Ésta es la base de las administraciones públicas modernas y de las sociedades desarrolladas. Implica que todos tengamos las mismas oportunidades para ser empleados públicos y que los más preparados sean los que lo logren. Ese principio que a la mayoría puede parecer obvio no lo es en absoluto, ya que una parte importante de las administraciones públicas subestatales ha contratado durante la última década a la mayor parte de su personal de forma discrecional, artesanal y, en ocasiones, con clientelismo. Esto es así si atendemos al elevado recurso de interinos, laborales y otro tipo de contratos para los que no se exige en la práctica los principios de igualdad y mérito. Este proceso de relajación degenerativa en la selección de los empleados públicos ha tenido su coartada fácil en la gestión lenta y barroca que se requiere para contratar a un nuevo funcionario con todas las garantías. El nuevo estatuto del empleo público debe proponer unos ágiles y flexibles sistemas de selección pero que aseguren los principios de igualdad, capacidad y mérito, según los cuales sólo los más preparados logren ser empleados públicos.
Segundo, la necesidad de edificar unos valores públicos y códigos de conducta que regulen los derechos y los deberes de los empleados públicos. Hay que reafirmar y actualizar los valores de servicio público y la ética de servicio a la ciudadanía. Ser empleado público tiene un innegable vector vocacional que hay que alimentar con afinados valores institucionales y códigos deontológicos. En los últimos años se ha afianzado la moda de impulsar una cultura empresarial en la función pública que ha ocasionado comportamientos heterodoxos y ha generado mucha desorientación entre los empleados públicos. Hay que trabajar con renovados valores que deben contribuir al orgullo de los empleados públicos en servir con eficacia, eficiencia y con sensibilidad pública a la ciudadanía.
TERCERO, LA DEFINICIÓN Y la regulación del directivo público. La complejidad de la gestión pública moderna ha generado un nuevo espacio profesional entre el nivel político y los tradicionales funcionarios de carrera. Actualmente, se trata de un espacio muy confuso, campo abonado de luchas e invasiones tanto por políticos como por funcionarios. El objetivo sería reconocer la función directiva, delimitarla y establecer una reglas básicas del juego que aseguren la presencia de directivos públicos bien preparados que sean capaces de dirigir organizaciones públicas al servicio de las nuevas demandas de los ciudadanos.
Y cuarto, la necesidad de regular la autonomía de las diferentes administraciones. La Administración del Estado, que es el que tiene capacidad para legislar, sólo posee un 22,5% de los efectivos de personal público de España. Regulando aspectos vinculados al personal, se puede interferir con gran facilidad en la capacidad de autoorganización que debe poseer cada administración pública para, disfrutando de su autonomía, elaborar los modelos organizativos que considere más acordes para contribuir al bienestar de los ciudadanos objeto de su atención.
¿Evaluar a los empleados?
La clave de Miquel Salvador
Esta semana saltó la noticia de las declaraciones del ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, afirmando que todos los empleados públicos serán sometidos a evaluaciones periódicas, con efectos sobre los contenidos de su puesto y sobre su retribución.
La evaluación de recursos humanos no es un tema nuevo ni ajeno al sector público: se han desarrollado iniciativas en organismos de la Administración General del Estado y en administraciones como la Generalitat de Catalunya o la Xunta de Galicia; la Diputación de Barcelona está evaluando a su personal desde hace más de diez años; en Barcelona Serveis Municipals ha realizado pruebas piloto de evaluación 360 º donde cada empleado es evaluado por su entorno organizativo y no sólo por su superior; la Universitat Politècnica de Catalunya desarrolló su propio sistema de evaluación para el personal de administración y servicios. Estas iniciativas desarrollaban aplicaciones propias combinando un enfoque de control (de la actividad desarrollada) con un enfoque orientado al desarrollo (a partir de la identificación de potenciales), e integrando datos objetivos referidos a los resultados. Para su implantación desarrollaron procesos de negociación colectiva, acompañados de campañas de formación y de información para generar una cultura de evaluación que facilitase un cambio en las reglas del juego de la gestión de recursos humanos. Porque aunque algunas de estas experiencias ya no están vigentes, sí representaron intentos destacados de superar un modelo de administración de personal basado en el control horario y retribuciones lineales derivadas de una idea de igualdad entendida como homogeneidad.
Estas iniciativas suelen generar suspicacias, sobre todo en los sindicatos. Pero más allá de la acertada demanda sobre su uso objetivo, una oposición a cualquier cambio en este ámbito acabaría por reforzar las rigideces que dificultan el desarrollo de una función pública acorde a los retos que deben afrontar nuestras administraciones.
Y para que ello sea posible ya es hora de que se empiece a evaluar a los empleados públicos, obviamente con criterios rigurosos y transparentes, pero también superando el miedo a cuestionar elementos como la uniformidad de salarios independientemente del trabajo realizado, o una mal entendida sobreprotección de muchos puestos dentro del empleo público. Los temores a que se alteren algunos de estos principios deberían considerar en qué términos se han interpretado y con qué consecuencias sobre el funcionamiento de los servicios públicos. Sin duda, la introducción de la evaluación puede contribuir a desarrollar una verdadera gestión de recursos humanos en la función pública y a prestigiar un empleo público más profesionalizado.