Es de aceptación común que en las sociedades avanzadas la vejez ha perdido el carisma que le otorgaban los conocimientos adquiridos y la experiencia aportada por los años. Los cambios tan acelerados en la ciencia y la técnica han convertido en obsoleto todo atributo añejo, a menos que sea por puro sentimentalismo. Partiendo de tal premisa, existía el estereotipo del jubilado alicaído ante el quebranto de su prestigio personal, de su posición social, de su identidad como pieza del engranaje productivo. Todo ello desde la perspectiva del ciudadano hombre, el que llevaba el dinero al hogar y cuya vida giraba en torno al puesto de trabajo.
Sin embargo, los parámetros están cambiando en dos sentidos: crece el número de mujeres jubiladas; el trabajo ya no es el principal elemento en el sistema económico. Junto al valor trabajo se erige el valor consumo; los trabajadores son importantes, pero los consumidores aún más. ¿Y existe un cliente más propicio que un jubilado, si tiene salud y cuenta con una pensión suficiente para que durante un promedio de 15 años gaste en el sector comercio y el sector servicios?
En la Unión Europea, el 16,5 por ciento de la población cuenta más de 65 años, y el Estado de bienestar no sólo provee de unas rentas que por lo general permiten vivir con independencia, sino que proporciona una atención sanitaria que retrasa la senectud.
Así ha sido hasta ahora, mas las previsiones para el futuro no resultan tan halagüeñas. ¿Cómo será el porvenir de los jóvenes actuales, carne de cañón de empleos en precario - por eventuales o por mal retribuidos-, y al mismo tiempo con una esperanza de vida muy larga? Ellos mismos pueden hacerse la pregunta, reconociendo al mismo tiempo que a sus padres los beneficios no les cayeron del cielo, sino que lucharon por ellos.
El caso es que jubilarse ya no comporta subestimarse. Incluso los prejubilados, esos expulsados del mercado laboral aun hallándose en plena forma, aprenden pronto a gozar de la nueva vida. Al principio cuesta organizarse, puesto que los horarios ya no vienen prefijados, pero en seguida se descubren las ventajas. Merced a las ofertas para mayores, es posible viajar, algo que antes estaba reservado a los rentistas ricos. También hay ocupaciones altruistas que permiten sentirse útil, deviniendo incluso más gratificantes que las remuneradas con un salario.
Así, sobrepasando los valores de trabajo y de consumo, surge el voluntariado social, y más aún, la solidaridad familiar. Y, aquí, una puntualización: en tanto que el voluntariado concierne en igual medida a hombres y mujeres, la ayuda a la familia continúa adscrita al bagaje femenino. Son las abuelas, tanto amas de casa clásicas como jubiladas, las que están dispuestas a cuidar de los nietos mientras sus padres trabajan o se toman un asueto, en tanto que los abuelos apenas se lo plantean.
Al margen de apostillas, es significativo que la jubilación haya perdido su connotación negativa. Resultará más o menos dorada según la idiosincrasia de cada cual - análoga a la de la época en activo-, y según el peculio de que se disponga - a semejanza de cuando se cobraba una nómina. Se sigue siendo de clase alta o baja, viviendo en un barrio rico o modesto, teniendo coche de lujo, utilitario o ninguno, pero lo importante es que un empleo ya no define la valía personal. Se puede optar por consumir, por ayudar o por ambas cosas a la vez, pero lo que cuenta es que jubilación y persona insignificante ya no son sinónimos.