En general, quien defiende con más ahínco la conciliación entre vida familiar y laboral suele ser quien participa en más actividades civiles que exigen reuniones parecidas a las laborales. Y en junio todo este mundo paralelo llega a su apoteosis.

Tras dos milenios de dominio eclesiástico, en este siglo XXI el uso de la palabra concilio ha entrado de lleno en territorio seglar, y más concretamente en el ámbito de la familia. Concilio proviene del latín concilium (reunión, asamblea) y designa la reunión legítima de pastores de la Iglesia para legislar o decidir sobre problemas eclesiásticos generales. Cuando esa reunión no está convocada por una autoridad legítima se le llama conciliábulo (de conciliabulum:lugar de reunión) y cuando se trata de establecer un acuerdo prejudicial entre partes en conflicto, conciliación. Hasta hace bien poco, en el fascinante mundo de la pareja sólo se conocían los efectos de la reconciliación, un eufemismo que suele designar un retorno a lo lúbrico tras las inevitables asperezas cotidianas. Las parejas más ígneas practican con denuedo tanto el encontronazo como la reconciliación, en un vaivén emocional que absorbe ciertos excedentes de energía que, de otro modo, se dilapidarían en despachos, despechos o lechos lejanos. Pero el recalentado siglo en el que nos internamos parece empeñado en hacernos consumir todos los excedentes de energía. De ahí que el concepto que hasta hoy podíamos adjetivar como conciliar se haya verbalizado y el verbo conciliar se aplique intensivamente a dos polos: la vida familiar y la laboral. A menudo, la aconsejable reducción de horarios laborales viene acompañada de un notable aumento de actividad pautada en el presunto ámbito familiar. Más allá de las reuniones, bodas, bautizos y banquetes, surgen actividades extraescolares (dentro y fuera de los centros) que transforman los horarios familiares en una gincana que ríete tú de la agenda de un ejecutivo.

En general, quien defiende con más ahínco la conciliación entre vida familiar y laboral suele ser quien participa en más actividades civiles que exigen reuniones parecidas a las laborales. Y en junio todo este mundo paralelo llega a su apoteosis. Si en diciembre abundan las cenas de empresa, ahora proliferan los festivales de fin de curso, las reuniones (con pica-pica) de las AMPA, las excursiones de germanor,las despedidas de las promociones y las exhibiciones finales de un sinfín de actividades extraescolares: patinaje artístico, gimnasia rítmica, judo, karate, taekwondo, canto coral, educación musical en cualquiera de los instrumentos disponibles, teatro, fotografía, pintura, manualidades varias, hípica, tiro con arco... Las agendas de los acérrimos defensores de la conciliación de la vida laboral y la familiar se llenan de compromisos, a menudo simultáneos. La alargada sombra de Murphy hace que las parejas con más de un hijo siempre deban dividir sus esfuerzos para conciliar celebraciones. A partir de tres vástagos, el caos es evidente, para gran regocijo de los adolescentes de turno, que recargan la tarjeta del móvil con el dinero (negro) de los canguros. Ellos son, en realidad, los verdaderos beneficiados de la conciliación entre vida laboral y familiar. Se libran de los padres y encima les subvencionan los vicios para enfilar con dignidad la semana de las verbenas. Al final, de tanto conciliar trabajo y familia muchas parejas acaban tan agotadas que ya no tienen ni tiempo para enfadarse, ni mucho menos aún para reconciliarse.

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