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¿Más empleo y mejores salarios? No es un sueño

¿Cómo van a evolucionar el empleo y el mercado laboral en un futuro cercano? A pesar de que la pandemia ha tenido graves consecuencias para el mercado laboral y muchos países aún las están sufriendo, hay expertos que pronostican el inicio de una edad de oro para el trabajo en los países ricos. Se explica por el repunte del empleo y por los cambios políticos y tecnológicos. Estados Unidos es el claro ejemplo de ello, puesto que está demostrando que es posible recuperar el empleo con rapidez a medida que el virus retrocede. 

En el imaginario popular, las últimas cuatro décadas han sido maravillosas para los dueños del capital y desastrosas para los trabajadores. En el mundo rico, los trabajadores han soportado la competencia del comercio, el incesante cambio tecnológico, la mayor desigualdad salarial y la tibia recuperación de las recesiones. Por su parte, los inversores y las empresas han disfrutado de la expansión de los mercados mundiales, la liberalización de las finanzas y los bajos impuestos de sociedades. Incluso antes de la Covid-19, esta caricatura de unos mercados laborales fracturados era errónea. Hoy, a medida que la economía resurge de la pandemia, se vislumbra una inversión de la primacía del capital sobre el trabajo, y el cambio se producirá antes de lo que se piensa.

Quizás parezca prematuro predecir un mundo maravilloso para el trabajo sólo un año después de una catástrofe en el mercado laboral. Sin embargo, Estados Unidos está demostrando la rapidez con la que es posible recuperar el empleo a medida que el virus retrocede. En la primavera de 2020, la tasa de desempleo del país era de casi el 15%. Ahora es de sólo el 6%, tras un año que contiene cinco de los diez mejores meses de la historia para las contrataciones. La percepción pública de lo fácil que es encontrar empleo se ha recuperado hasta niveles que se tardó casi una década en alcanzar tras la crisis financiera mundial. E incluso en Europa, que está sufriendo una tercera ola de infecciones, el mercado laboral está superando las previsiones mientras las economías se van adaptando a las medidas de contención del virus.

A medida que el mercado laboral se recupera, se están produciendo dos cambios más profundos, en la política y en la tecnología. Empecemos por el entorno político, que se está volviendo para los trabajadores más amigable de lo que lo ha sido durante décadas. Una primera señal de cambio fue el aumento de los salarios mínimos durante el anterior ciclo económico. En relación con los salarios medios en el seno de la OCDE (un club de países ricos en su mayoría), aumentaron más de una cuarta parte, ponderados por población. Los gobiernos y las instituciones se esfuerzan hoy por confraternizar con los trabajadores. 

El presidente Joe Biden espera utilizar su gran plan de gastos en infraestructuras para promover la sindicalización y pagar salarios generosos. Los bancos centrales se preocupan cada vez más por el empleo y menos por la inflación. No se trató de una broma que el FMI, antaño famoso por su austeridad, propusiera el pasado 1 de abril la idea de aplicar impuestos solidarios temporales a los ricos y a las empresas. En una carta a los accionistas, Jamie Dimon, director ejecutivo de JPMorgan Chase, la mayor empresa de Wall Street, pidió la semana pasada un aumento de los salarios, y no se refería a los directivos.

El segundo gran cambio en el mercado laboral es tecnológico. Los agoreros han redoblado sus predicciones acerca de los problemas a largo plazo del mercado laboral: los robots crearán ejércitos de personas ociosas, los empleos precarios ya están desplazando los estables e incluso los trabajadores prósperos encadenados a correos electrónicos y pantallas saben en el fondo de su corazón que sus "trabajos de mierda" carecen de sentido. Ahora bien, esas ideas nunca estuvieron respaldadas por las pruebas y no parece que vayan a estarlo ahora. En 2019, casi dos tercios de los estadounidenses dijeron estar completamente satisfechos con la seguridad de su empleo, frente a menos de la mitad que decían estarlo en 1999; y menos trabajadores alemanes respondieron sentirse inseguros que a mediados de la década de 2000. Los países con más automatización, como Japón, disfrutan de algunos de los niveles más bajos de desempleo.

El futuro a largo plazo del trabajo ha cambiado para mejor este año porque se ha digitalizado más. El teletrabajo está aliviando el obstáculo de la carestía de la vivienda en las ciudades pujantes. Los teletrabajadores manifiestan mayores niveles de felicidad y productividad. A finales de 2020, las compañías estadounidenses gastaron, en términos reales, un 25% más en ordenadores que el año anterior. Incluso los pesimistas, como el economista Robert Gordon, esperan que este estallido de inversiones tecnológicas provoque un crecimiento más rápido de la productividad, lo que significa un aumento de los salarios.

Una edad de oro para los trabajadores es bien recibida. Resulta acertado juzgar el progreso económico por el poder adquisitivo de los salarios medios, no por los beneficios o las cotizaciones. Los auges del empleo como los experimentados en la mayoría de los países ricos en 2019 aportan enormes beneficios, porque incentivan la formación y el buen trato de los trabajadores, y porque reducen las desigualdades raciales y de género. Sin embargo, los gobiernos pueden ayudar a determinar el alcance de esas ganancias. Su objetivo debería ser elevar el nivel de vida de los trabajadores a través de una mayor productividad, en lugar de centrarse en un reparto de las ganancias mediante la regulación y la protección.

Una de las tareas es redefinir los derechos de los trabajadores para una época de flexibilidad y trabajo de servicios. A menudo se exagera el tamaño y la novedad de la economía colaborativa; los taxis y las entregas de comida a domicilio ya existían antes de Uber y Deliveroo. Sin embargo, el empleo en el sector de los servicios (especialmente, el de la prestación de cuidados) crecerá a medida que la población envejezca. No hay lugar para la idea snob de que esos trabajos no pueden ser satisfactorios, ni para el impulso relacionado según el cual los modelos experimentales de trabajo deben ser regulados hasta hacerlos desaparecer. Más bien, los gobiernos deberían modernizar las protecciones de la legislación laboral, ofrecer una red de seguridad universal y garantizar la solidez de la economía. Si lo hacen, los trabajadores tendrán la confianza y el poder de negociación para experimentar y negociar por sí mismos.

La productividad también puede fomentarse ampliando el acceso a las oportunidades. Muchos mercados de trabajo del mundo rico están divididos entre los más y los menos cualificados. Es algo tolerable siempre que cualquiera pueda ascender en la escala. Los gobiernos tienen la responsabilidad de garantizar un acceso meritocrático a la educación y suficientes oportunidades de reciclaje. Deben derribarse las barreras de entrada, como las normas de concesión de licencias profesionales innecesarias; las profesiones jurídicas y médicas, por ejemplo, no deberían poder levantar el puente levadizo a los forasteros. Tendría que ser fácil experimentar con nuevos modelos de negocio digitales y transfronterizos.

Ahora bien, ayudar a los trabajadores impulsando la productividad no debe confundirse con los intentos autodestructivos de protegerlos (como ocurrió la última vez que tuvieron ventaja, en la década de 1970). Repatriar las cadenas de suministro, como pretende Biden, inhibirá la competencia y reducirá el nivel de vida. Aumentar demasiado los impuestos de sociedades reducirá el incentivo de las empresas a la inversión. Sería un desastre que los bancos centrales pierdan su credibilidad en la lucha contra la inflación. Y, si no, que se lo pregunten a los trabajadores, que fueron los más perjudicados como consecuencia de los esfuerzos por controlar los precios en la década de 1980.

El maravilloso mundo del trabajo

Las personas tienden a mostrarse sentimentales sobre lo maravilloso que era antes el trabajo, irritables sobre cómo es hoy y temerosas ante cómo lo será mañana. En realidad, la vida laboral ha mejorado a lo largo de los años y la promesa actual es tan brillante como siempre. Es hora de echar a volar.


© 2021 The Economist Newspaper Limited. All rights reserved.
De The Economist, traducido para La Vanguardia, publicado bajo licencia. El artículo original, en inglés, puede consultarse en www.economist.com.
Traducción: Juan Gabriel López Guix

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En el imaginario popular, las últimas cuatro décadas han sido maravillosas para los dueños del capital y desastrosas para los trabajadores. En el mundo rico, los trabajadores han soportado la competencia del comercio, el incesante cambio tecnológico, la mayor desigualdad salarial y la tibia recuperación de las recesiones. Por su parte, los inversores y las empresas han disfrutado de la expansión de los mercados mundiales, la liberalización de las finanzas y los bajos impuestos de sociedades. Incluso antes de la Covid-19, esta caricatura de unos mercados laborales fracturados era errónea. Hoy, a medida que la economía resurge de la pandemia, se vislumbra una inversión de la primacía del capital sobre el trabajo, y el cambio se producirá antes de lo que se piensa.

Quizás parezca prematuro predecir un mundo maravilloso para el trabajo sólo un año después de una catástrofe en el mercado laboral. Sin embargo, Estados Unidos está demostrando la rapidez con la que es posible recuperar el empleo a medida que el virus retrocede. En la primavera de 2020, la tasa de desempleo del país era de casi el 15%. Ahora es de sólo el 6%, tras un año que contiene cinco de los diez mejores meses de la historia para las contrataciones. La percepción pública de lo fácil que es encontrar empleo se ha recuperado hasta niveles que se tardó casi una década en alcanzar tras la crisis financiera mundial. E incluso en Europa, que está sufriendo una tercera ola de infecciones, el mercado laboral está superando las previsiones mientras las economías se van adaptando a las medidas de contención del virus.

A medida que el mercado laboral se recupera, se están produciendo dos cambios más profundos, en la política y en la tecnología. Empecemos por el entorno político, que se está volviendo para los trabajadores más amigable de lo que lo ha sido durante décadas. Una primera señal de cambio fue el aumento de los salarios mínimos durante el anterior ciclo económico. En relación con los salarios medios en el seno de la OCDE (un club de países ricos en su mayoría), aumentaron más de una cuarta parte, ponderados por población. Los gobiernos y las instituciones se esfuerzan hoy por confraternizar con los trabajadores. 

El presidente Joe Biden espera utilizar su gran plan de gastos en infraestructuras para promover la sindicalización y pagar salarios generosos. Los bancos centrales se preocupan cada vez más por el empleo y menos por la inflación. No se trató de una broma que el FMI, antaño famoso por su austeridad, propusiera el pasado 1 de abril la idea de aplicar impuestos solidarios temporales a los ricos y a las empresas. En una carta a los accionistas, Jamie Dimon, director ejecutivo de JPMorgan Chase, la mayor empresa de Wall Street, pidió la semana pasada un aumento de los salarios, y no se refería a los directivos.

El segundo gran cambio en el mercado laboral es tecnológico. Los agoreros han redoblado sus predicciones acerca de los problemas a largo plazo del mercado laboral: los robots crearán ejércitos de personas ociosas, los empleos precarios ya están desplazando los estables e incluso los trabajadores prósperos encadenados a correos electrónicos y pantallas saben en el fondo de su corazón que sus "trabajos de mierda" carecen de sentido. Ahora bien, esas ideas nunca estuvieron respaldadas por las pruebas y no parece que vayan a estarlo ahora. En 2019, casi dos tercios de los estadounidenses dijeron estar completamente satisfechos con la seguridad de su empleo, frente a menos de la mitad que decían estarlo en 1999; y menos trabajadores alemanes respondieron sentirse inseguros que a mediados de la década de 2000. Los países con más automatización, como Japón, disfrutan de algunos de los niveles más bajos de desempleo.

El futuro a largo plazo del trabajo ha cambiado para mejor este año porque se ha digitalizado más. El teletrabajo está aliviando el obstáculo de la carestía de la vivienda en las ciudades pujantes. Los teletrabajadores manifiestan mayores niveles de felicidad y productividad. A finales de 2020, las compañías estadounidenses gastaron, en términos reales, un 25% más en ordenadores que el año anterior. Incluso los pesimistas, como el economista Robert Gordon, esperan que este estallido de inversiones tecnológicas provoque un crecimiento más rápido de la productividad, lo que significa un aumento de los salarios.

Una edad de oro para los trabajadores es bien recibida. Resulta acertado juzgar el progreso económico por el poder adquisitivo de los salarios medios, no por los beneficios o las cotizaciones. Los auges del empleo como los experimentados en la mayoría de los países ricos en 2019 aportan enormes beneficios, porque incentivan la formación y el buen trato de los trabajadores, y porque reducen las desigualdades raciales y de género. Sin embargo, los gobiernos pueden ayudar a determinar el alcance de esas ganancias. Su objetivo debería ser elevar el nivel de vida de los trabajadores a través de una mayor productividad, en lugar de centrarse en un reparto de las ganancias mediante la regulación y la protección.

Una de las tareas es redefinir los derechos de los trabajadores para una época de flexibilidad y trabajo de servicios. A menudo se exagera el tamaño y la novedad de la economía colaborativa; los taxis y las entregas de comida a domicilio ya existían antes de Uber y Deliveroo. Sin embargo, el empleo en el sector de los servicios (especialmente, el de la prestación de cuidados) crecerá a medida que la población envejezca. No hay lugar para la idea snob de que esos trabajos no pueden ser satisfactorios, ni para el impulso relacionado según el cual los modelos experimentales de trabajo deben ser regulados hasta hacerlos desaparecer. Más bien, los gobiernos deberían modernizar las protecciones de la legislación laboral, ofrecer una red de seguridad universal y garantizar la solidez de la economía. Si lo hacen, los trabajadores tendrán la confianza y el poder de negociación para experimentar y negociar por sí mismos.

La productividad también puede fomentarse ampliando el acceso a las oportunidades. Muchos mercados de trabajo del mundo rico están divididos entre los más y los menos cualificados. Es algo tolerable siempre que cualquiera pueda ascender en la escala. Los gobiernos tienen la responsabilidad de garantizar un acceso meritocrático a la educación y suficientes oportunidades de reciclaje. Deben derribarse las barreras de entrada, como las normas de concesión de licencias profesionales innecesarias; las profesiones jurídicas y médicas, por ejemplo, no deberían poder levantar el puente levadizo a los forasteros. Tendría que ser fácil experimentar con nuevos modelos de negocio digitales y transfronterizos.

Ahora bien, ayudar a los trabajadores impulsando la productividad no debe confundirse con los intentos autodestructivos de protegerlos (como ocurrió la última vez que tuvieron ventaja, en la década de 1970). Repatriar las cadenas de suministro, como pretende Biden, inhibirá la competencia y reducirá el nivel de vida. Aumentar demasiado los impuestos de sociedades reducirá el incentivo de las empresas a la inversión. Sería un desastre que los bancos centrales pierdan su credibilidad en la lucha contra la inflación. Y, si no, que se lo pregunten a los trabajadores, que fueron los más perjudicados como consecuencia de los esfuerzos por controlar los precios en la década de 1980.

El maravilloso mundo del trabajo

Las personas tienden a mostrarse sentimentales sobre lo maravilloso que era antes el trabajo, irritables sobre cómo es hoy y temerosas ante cómo lo será mañana. En realidad, la vida laboral ha mejorado a lo largo de los años y la promesa actual es tan brillante como siempre. Es hora de echar a volar.


© 2021 The Economist Newspaper Limited. All rights reserved.
De The Economist, traducido para La Vanguardia, publicado bajo licencia. El artículo original, en inglés, puede consultarse en www.economist.com.
Traducción: Juan Gabriel López Guix

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